viernes, 28 de mayo de 2010

Pekinazo

Los de aquí que no son de aquí lo llaman “pekinazo”. Bueno, exactamente lo llaman “Día Pekinazo”. Un día pekinazo, según me explicaron, es el día en el que deseas con todas tus fuerzas dar un chasquido de dedos y aparecer en tu lugar de origen. Un día pekinazo es el día en el que Pekín se vuelve del revés, bueno, no se vuelve porque para los extranjeros siempre está todo al revés porque te pasas más tiempo intentando comprender la (a)normalidad de esta ciudad y su gente, sino que su revés se duplica. Un día pekinazo es el día en el que todo lo que pasa aquí te sienta mal. Un día pekinazo es el día en el que no empatizas y ni tan siquiera lo intentas. Un día pekinazo es el día en el que piensas: “¡Qué narices hago aquí!”.

Hasta hoy, yo nunca había tenido un día pekinazo. No sé si es porque mi batería de energía ha estado a tope hasta ahora y gracias a eso he conseguido escapar de las garras del día pekinazo o porque hasta ahora todo me ha ido muy bien y, como digo siempre, no me puedo quejar. Digo hasta hoy, porque, sí, hoy ha sido el día, mi día pekinazo. En realidad no ha sido un día pekinazo, sino un momento pekinazo, pero ha sido tan intenso que me ha bastado para todo el mes.

El tiempo de hoy acompañaba a mi momento pekinazo. Calor, pero lluvia. Cielo gris. Mañana en casa. Hoy tocaba turno de tarde. En el portal me doy cuenta de que no voy vestida de forma adecuada con el día que hace. Manoletinas, falda, piernas sin medias, camiseta de tirantes y una chaquetilla. Pongo los pies en la acera. Llueve. Abro paraguas. Pienso: “me debería haber puesto pantalones, a quién se le ocurre ponerse falda hoy”. Ya no había tiempo de cambiarse. Llegaba tarde. Con paso decidido comienzo a caminar. Hoy no cojo la bici. Todavía no tengo tanto estilo como los chinos que son capaces de dirigir la bici con una mano y sostener en la otra un paraguas para protegerse de la lluvia. A cada paso me salpico los gemelos. Mejor no pensarlo.

Salgo de la redacción. Tomo un taxi. Llego a tiempo a la rueda de prensa. Corto. 18.30. Genial. Me dispongo a tomar otro taxi. Si para llegar hasta el hotel donde era el acto había un tráfico odioso, en ese momento era peor. De nuevo, paraguas abierto en mano. Me pongo en la esquina de un gran cruce (dos carriles por cada sentido). Antes de tomar posición, me dirijo como una flecha a un taxi cuyo conductor, sin saber a dónde iba, me dice que no me coge. - Aclaración, aquí los taxistas se agobian enseguida y no te llevan si no saben la dirección, si tu destino les parece muy lejos, si llueve o, incluso, por ser extranjero, no porque sean racistas, sino porque temen no entenderte - Por alguna de estas razones, este primer taxista no me quiso llevar. Acostumbrada, no le di importancia. Tomo posición. Tres minutos y no he conseguido aún coger un taxi – Aclaración 2, en Beijing hay taxis hasta en el lugar más remoto y cuando te dispones a tomar uno casi nunca tardas más de cinco minutos - Cinco minutos, me empiezo a cabrear. Sigue lloviendo. Mi ubicación es suelo con una capa de barro. Las manoletinas, negras, comienzan a teñirse de marrón. No consigo tomar un taxi porque o no me quieren coger como el primer taxista o van ocupados. Odio esperar. Así que decido comenzar a caminar en dirección a la oficina e intentar tomar un taxi que pase por mi lado. - Aclaración 3, he de decir que no sabía ni dónde estaba, así que para ponerme a caminar en dirección a la redacción, hice algo parecido a Hansel&Gretel, deshacer el camino andado con el taxi que me llevó hasta el hotel - Pasan taxis por mi lado. Nada. Dos taxistas se paran y cuando les digo dónde voy, me fruncen el ceño y me dicen que no. “¿Por quéeeeeeeeeeeee?”, imploro. No funciona. Ya había visto pasar por mi lado como una decena de taxis. Sigo caminando por el arcén (si voy por la acera me sería imposible parar a un taxi porque el carril bici está entremedias de la carretera y la acera). El barro alcanza la piel de mis pies.

Ya han pasado quince minutos desde que salí del hotel. Veo un taxi libre en el sentido contrario. Me lanzo cual leona por su presa. Cruzo los cuatro carriles. Me monto. Le digo a dónde voy y tras repetirme la misma explicación siete veces logro entender que me dice que no, que no me lleva porque a las siete se va a dormir. Eran las 18.50. “¿Entonces para qué narices me dices que me monte?. ¡¡¡¡Aahhhhhhhhhhhhhhh!!!!”. Me salgo. Cruzo de nuevo los cuatro carriles. Sigo caminando por el arcén. Veo otro taxi libre, éste sí iba en mi sentido, y le digo que si me lleva y sin decirle aún dónde iba me dice que no me lleva. Le digo: “¡¡¡por favor!!!”, pero no funciona. Sigo caminando. Cinco minutos después veo a este mismo taxi con un pasajero, chino. Se para por un semáforo. Me paro yo también. Me quedo mirándole y me doy cuenta de que mi sentido de la educación está luchando contra mis impulsos nerviosos que me invitan a que por mi boca salga un “Shifu!(taxista)” para llamar la atención de éste mientras el brazo que queda libre de sostener el paraguas se quiere levantar y el dedo corazón de la mano de ese brazo se quiere imponer y erguir frente al resto de dedos encogidos para dejarle bien claro a este señor el peso de mi disgusto. Mi sentido de la educación vence y me siento orgullosa de ello, pero por otro lado me siento tan mal por la situación que me pregunto que por qué estoy aquí si todo es más complicado que allá y me martirizo pensando que me gustaría dar un chasquido de dedos y aparecer en el salón de mi casa sentada en el sofá junto a mi mami mientras vemos la tele con el sonido de una lluvia de verano de fondo y el olor a un Madrid húmedo. El pekinazo me llegó, sin duda. ¡Hasta quería llorar de la desesperación!, pero no había lugar para las lágrimas, tenía que encontrar la forma de llegar a la redacción.

Sigo caminando. Siento que jamás tomaré un taxi. Grito a los coches que no me respetan en los cruces que están en verde para mí y a los que me pitan con razón porque voy por el arcén. Quiero hablar con alguien, pero sé que si lo hago, la situación me habrá superado por completo. Tuerzo la calle. Sigo caminando. Más taxis. Esta vez todos ocupados. Ni tan siquiera tengo la posibilidad de intentar pararlos. Me doy cuenta de que tengo la guía en el bolso. “¿Casualidad o destino?” No sé por qué la llevaba. Ya casi nunca la llevo si no voy a dar un gran paseo o a descubrir lugares nuevos. La saco. “¡¡¡Cómo puedo estar mirando la guía como si estuviese de turismo si estoy trabajando!!!”, pienso desconsolada. Le pregunto a una chavala por la parada de metro más cercana. Se pone nerviosa. Me dice que no sabe. Le enseño el mapa de la guía y le pregunto qué dirección tengo que tomar. Me vuelve a decir que no sabe. “¡¡¡¡Cómo no vas a saber si tu colegio está por aquí (iba uniformada y con mochila y alguien la estaba esperando en un coche)!!!”, pienso. No te preocupes, le digo. A lo lejos, por un sitio por el que había pasado tres minutos antes veo pararse un taxi que coge a otros pasajeros de inmediato. “¿¿¿¿Por quéeeeeeeeeeeeee????¡¡¡qué mala suerte tengo!!!”

Y de repente, aparece un ángel. Iba en una motocicleta cubierta por un estructura de chapa en forma de cubo. Me pregunta que si me lleva. La estructura está dividida en dos. En la parte delantera va el conductor, mi ángel, y en la trasera el pasajero. Una especie de mototaxi con la que no se puede ir a más de 30 kilómetros la hora. Le pregunto que cuánto me va a cobrar y me dice que 20 yuanes. Acepto. Nunca antes había montado. No me hacen mucha gracia, entre diferentes razones porque no son nada seguros, pero ya eran las 19.10 y tenía que llegar a la redacción cuanto antes.

Las ventanas traseras tenían unas cortinas que eran el último grito en el paraíso de la horterada, pero me parecen tan cuquis, que me roban una sonrisa. El mototaxista es de lo más majo. Hasta me pregunta que si quiero, puede cerrar las ventanas de su departamento para que no me molesten. Vuelvo a sonreír. El mototaxista me dice que su medio de transporte es mucho mejor porque así se evita el atasco – Aclaración 4, le entiendo gracias a que comprendo algunas palabras y al lenguaje no verbal que es un éxito asegurado - Es cierto, si hubiese tomado un taxi habría tardado el triple que con mi ángel. Según nos vamos acercando a mi destino, me dice que le tengo que dar 30 yuanes y le digo que no, que él me había dicho 20. Lo deja. A una calle para llegar, me vuelve a decir que 30 y le digo, que no, que no, que 20. La conversación fue así: “20”, “no”, “20”, “no”, y así cuatro veces más. Yo ya me sé el truco para estas ocasiones. Saco antes del monedero el dinero justo que me piden para que no vean que tengo más, que si ven que tengo más billetes, estoy perdida. Le saco un billete de 20 y me pone un gesto lastimoso como de “venga, dame 30...” y yo le digo que no, que no tengo. Y como un niño pequeño, se pone a fingir que llora. Por un momento, inocente de mí como siempre, me llego a creer sus sollozos. Le sigo repitiendo que no, que no tengo (¡es que no me podía vacilar diciéndome primero que 20 y luego que 30, que estos chinos son muy chantajistas”) y de repente, se gira, me abre el pestillo de la puerta que yo llevaba unos segundos intentando abrir, me mira, me sonríe y me dice “zàijiàn!” (¡adiós!) y se echa a reír y yo también. El momento pekinazo se me pasa y gracias a mi ángel pienso que esta ciudad me había vuelto a enamorar un poquito más. Eran las 19.30. Toca trabajar.

viernes, 21 de mayo de 2010

Ella es así


Un jueves. Seis de la tarde. Lago Houhai. Chinos y extranjeros.
Beijing engancha por estos momentos.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Leamos (y aprendamos) juntos

"Mi abuela era una belleza. Poseía un rostro ovalado de mejillas rosadas y piel brillante. Sus cabellos, largos, negros y relucientes, solían ir peinados en una espesa trenza que le llegaba a la cintura. Sabía ser recatada cuando la ocasión lo requería -esto es, la mayor parte del tiempo-, pero bajo su exterior discreto estallaba de energía contenida. Era menuda, de un metro sesenta de estatura aproximadamente; su figura era esbelta, y sus hombros suaves, lo que se consideraba un ideal de belleza.

Sin embargo, su mayor atractivo eran sus pies vendados, que en chino se denominan 'lirios dorados de ocho centímetros' (san-tsun-gin-lian). Ello quería decir que caminaba 'como un tierno sauce joven agitado por la brisa de primavera', cual solían decir los especialistas chinos en belleza femenina. Se suponía que la imagen de una mujer tambaleándose sobre sus pies vendados ejercía un efecto erótico sobre los hombres, debido en parte a que su vulnerabilidad producía un deseo de protección en el observador.

Los pies de mi abuela habían sido vendados cuando tenía dos años de edad. Su madre, quien también llevaba los pies vendados, comenzó por atar en torno a sus pies una cinta de tela de unos seis metros de longitud, doblándole todos los dedos -a excepción del más grueso- bajo la planta. A continuación, depositó sobre ellos una piedra de grandes dimensiones para aplastar el arco del pie. Mi abuela gritó de dolor, suplicándole que se detuviera, a lo que su madre respondió embutiéndole un trozo de tela en la boca. Tras ello, mi abuela se desmayó varias veces a causa del dolor.

El proceso duró varios años. Incluso una vez rotos los huesos, los pies tenían que ser vendados día y noche con un grueso tejido debido a que intentaban recobrar su forma original tan pronto se sentían liberados. Durante años, mi abuela vivió sometida a un dolor atroz e interminable. Cuando rogaba a su madre que la liberara de las ataduras, ésta rompía en sollozos y le explicaba que unos pies sin vendar destrozarían su vida entera y que lo hacía por su propia felicidad.

En aquellos días, cuando una muchacha contraía matrimonio, lo primero que hacía la familia del novio era examinar sus pies. Unos pies grandes y normales eran considerados motivo de vergüenza para la familia del esposo. La suegra alzaba el borde de la falda de la novia, y si los pies medían más de diez centímetros aproximadamente, lo dejaba caer con un brusco gesto de desprecio y partía, dejando a la novia expuesta a la mirada de censura de los invitados, quienes posaban la mirada en sus pies y murmuraban insultantes frases de desdén. En ocasiones, alguna madre se apiadaba de su hija y retiraba las vendas; sin embargo, cuando la muchacha crecía y se veía obligada a soportar el desprecio de la familia de su esposo y la desaprobacion de la sociedad, solía reprochar a su madre haber sido demasiado débil.

La práctica del vendaje de los pies fue introducida originariamente hace unos mil años (según se dice, por una concubina del emperador). No sólo se consideraba erótica la imagen de las mujeres cojeando sobre sus diminutos pies, sino que los hombres se excitaban jugando con los mismos, permanentemente calzados con zapatos de seda bordada. Las mujeres no podían quitarse la venda ni siquiera cuando ya eran adultas, pues en tal caso sus pies no tardaban en crecer de nuevo. Los vendajes sólo podían retirarse temporalmente durante la noche, en la cama, para ser sustituidos por zapatos de suela blanda. Los hombres rara vez veían desnudos unos pies vendados, pues solían aparecer cubiertos de carne descompuesta y despedían una fuerte pestilencia. De niña, recuerdo a mi abuela constantemente dolorida. Cuando regresábamos a casa después de hacer la compra, lo primero que hacía era sumergir los pies en una palangana de agua caliente al tiempo que exhalaba un suspiro de alivio. A continuación, procedía a recortarse trozos de piel muerta. El dolor no sólo era causado por la rotura de los huesos, sino también por las uñas al incrustarse en la planta del pie.

De hecho, el vendaje de los pies de mi abuela tuvo lugar en la época en que dicha costumbre desaparició para siempre. Cuando nació su hermana, en 1917, la práctica había sido prácticamente abandonada, por lo que ésta pudo escapar al tormento."

"Cisnes Salvajes", de Jung Chang.

domingo, 9 de mayo de 2010

En otra fase

“La agencia está entre el segundo y el tercer anillo” es la frase que apunté en mi libreta tras mi primer paseo por Beijing, un 15 de enero, dos días después de haber llegado a esta ciudad. Necesitaba ubicarme y para ello , además de comenzar a recorrer las eternas avenidas pekinesas, apuntaba todo lo que había visto y por dónde había caminado porque sentía que esta urbe no me iba a poner fácil memorizar el nombre de sus calles, recordar sus edificios, sus tiendas...todo. Porque aquí, al principio todo te parece lo mismo. Te sientes inmerso en un océano en el que apenas te puedes comunicar si no sabes chino, tampoco puedes leer ningún cartel, sólo la minoría que están en inglés, y no entiendes aquello que dicen las personas con las que te cruzas por la calle. Y todavía me sigue pasando, pero ahora desde otro ángulo.

Continúo leyendo las frases que fui apuntando y...sonrío. Lo que al principio me parecía un mundo, ahora lo tengo controlado, o casi. Aún me quedan infinidad de lugares por conocer. Muchos me hablan de allí y de allá y no puedo contestarles “ah, sí, lo conozco”, pero me indican “está cerca de...” y respondo “ah, claro, ya sé...” y me digo “sé llegar. Cuando pueda, voy”.

La última vez que tomé el metro sentí como si estuviese entrando en el de Madrid. Había quedado. Supe calcular el tiempo que iba a tardar hasta llegar a mi destino. Justo. Tres líneas, dos cambios. Hora punta. A ritmo de música. Me imaginaba desde lo alto y me veía dentro de la corriente de gente, no fuera como al principio.

Al principio...

El principio ya ha terminado. Ahora siento que ha comenzado otra fase. La de saborear cada movimiento, ya que antes, al principio, era la del descubrimiento en estado puro.

Descubrir la ciudad, el país, la gente, el trabajo, mi rincón favorito... ahora toca empaparse de todo lo hallado.

Ahora es la etapa del ahora...pues a disfrutarla.

P. D: De disfrutarla de todas las maneras, hasta sobre dos ruedas... La primavera llegó hace una semana, ¡al fin! Desde entonces la temperatura no suele bajar de los 20º y la mayoría de los días son soleados...una maravilla...así que si durante el crudo invierno ya había valientes que se transportaban en bici, con este clima la ciudad se ha llenado de ciclistas de todas las edades y colores. Yo me he comprado una. Se llama Gieba, es azul, tiene una cesta de lo más chula en la que transporto el bolso, la compra, cualquier cosa, y un timbre. Lo que no tiene son marchas porque aquí no hacen falta, ya que no hay ni una suela cuesta. ¡Todo por 360 yuanes, unos 40 euros! Nos conocimos hace dos semanas y me lleva a cualquier lugar, desde el trabajo hasta el destino de la tarde de domingo. ¡Y los coches te respetan más que si te mueves como peatón! Me encanta. Beijing se entiende mejor con ella...normal porque esta ciudad tiene pasado y diseño ciclista. Os la presento:



Es linda, ¿eh?