jueves, 22 de abril de 2010

Cualquier hutong


A veces huelen mal, están sucios y son grises. Los esconden tras calles ruidosas y en ellos reina la calma. Te pierden. Parecen abandonados, pero están llenos de vida. Reflejo de la historia, la tradición y el cambio en China, un espacio para la reflexión sobre hacia dónde camina este gigante. Sus vecinos, bien te dan la bienvenida con una sonrisa, lo que ocurre la mayoría de las ocasiones, te ignoran o muestran el malestar que les provoca que andes fisgoneando. Cuando ando por allí siento que estoy al otro lado de la careta, la que no se ve, en la fea, pero bella a la vez porque muestra el trabajo que se ha hecho para terminarla. El otro rostro del motor de Beijing, el viejo corazón de Pekín. Los hutong, cualquiera, mi lugar favorito en esta ciudad. Me encantan porque cada vez que me adentro en estas calles laberínticas significa que me he escapado de las inmensas avenidas, los rascacielos, los innumerables edificios en construcción, el tedioso ruido del tráfico y las tiendas de lujo que componen el rostro con el que China se quiere lanzar a la conquista del mundo y recibo una lección de realidad: no es oro todo lo que reluce. Calles entre uno y cuatro metros de anchura que comenzaron a construirse en el siglo XIII y cuyas casas no tienen baño ni calefacción, donde en un comienzo vivían intelectuales y gente afín a los emperadores. Ahora, la mayoría de los que habitan viven del día a día, de lo que venden en un puesto de comida, de lo que arreglan en sus tenderetes de zapatos o bicicletas o de lo que recogen en la basura, por ejemplo. Ellos ven la evolución de su país cada día, está dos calles más allá, pero no la tocan. También me parece duro caminar por allí. Y mientras paseo no hago más que plantearme preguntas sobre el pasado y el futuro de la sociedad china. Las respuestas están de camino y sé que para que lleguen me tendré que seguir perdiendo por los hutong, algo que no me cuesta nada.


miércoles, 14 de abril de 2010

Miedo a tan sólo vomitar

Abrimos la oficina.

Qinghai, una provincia occidental de China, había temblado.

7,1 grados de magnitud sobre la escala abierta de Richter, según las fuentes chinas.

Comenzamos a trabajar.

Llueven datos.

Primer muerto.

Sepultados, se desconoce la cifra.

Enviamos la noticia.

Ascienden a cinco los fallecidos, pero esperamos a publicarlo por si el número sube en poco tiempo.

Parón.

Seguimos buscando más detalles sobre cómo se encuentra la zona.

Cuando estamos a punto de mandar los cinco muertos, la cifra aumenta hasta 67.

Actualizamos.

Continúa la lluvia de datos sobre la situación.

Y, por fin, siento que se me empañan los ojos.

Sí, por fin, digo por fin.

Porque en ese momento he sentido que sentía.

Cada día las cifras que nos llegan de los medios de comunicación nos ahogan.

Y a los informadores nos asfixian por partida triple: cuando las recibimos de las fuentes, las enviamos y las recibimos de otros medios.

Sé que tengo que diferenciar entre los sentimientos y mi trabajo porque si me dejo llevar por ellos no voy a poder desempeñar bien mi labor, pero también tengo miedo a tan sólo vomitar.

A vomitar datos cuyo destino sea las cloacas de mi cerebro, en las que descansa todo aquello que no es importante o he querido olvidar.

Estas 400 personas muertas, porque al menos ya son 400, y las más de 10.000 heridas se merecen latir bien vivas en mi mente, en la de todos, como las fallecidas en los terremotos de Haití o de Chile o las tantas que dijeron adiós en otras catástrofes naturales, en atentados, en guerras, en accidentes, al ser víctimas de injusticias como la pobreza, los maltratos, las violaciones, los abusos y en un desagradable etcétera.

Cerremos los ojos y pensemos en la cifra 400 y digamos despacio cua-tro-cien-tos e imaginemos el horror que se está viviendo en Qinghai y así, quizá, seamos más conscientes de lo que está sucediendo y, por qué no, nos emocionemos, que para eso somos humanos, no máquinas registradoras por las que entran y salen cifras cada día sin que nos afecten.

Y así, siempre.

Haciendo eso no voy a ayudar a ninguna víctima, pero, no sé, creo que se lo debo para que no caigan en el olvido y porque lo que no está bien es que las noticias con muertes y heridos, aunque tan sólo sea la de una sola persona, me resbalen.

No.

viernes, 9 de abril de 2010

De Bella la China

Justo cuando el avión del vuelo CZ7615 posó sus ruedas sobre Madrid, desperté, aunque lo curioso es que no pude dormir durante las 15 horas que me trajeron de vuelta desde Beijing, pero ese despertar, ese que no necesita que abras los ojos porque no los tenías cerrados, fue brusco y aún me mantiene en vela.

19 días de Beijing…sobre todo 19 días de ella, nuestra Beijinger.

Comenzó en día soleado! Habíamos quedado en el Starbucks del hall de llegadas del aeropuerto. Sentado sobre mi maleta frente a la cafetería guardaba las cosas en mis bolsillos y así me aseguraba de que todo lo importante estuviera conmigo, esperando a lo esencial. Y lo esencial llegó resbalando sus pies por el encerado suelo de forma nerviosa como quien trata de correr más rápido que sus piernas y sin querer hacer ruido para dar una sorpresa. Y el abrazo fue eterno. Qué bonita.

Tras muchos besos y más abrazos y más besos salimos del aeropuerto y pude comprobar cómo nuestra pekinesa se ha hecho a las mil maravillas con los chinos y su idioma. El Rober niño se despertó. Todo me llamaba la atención, miraba hacia todos lados a la vez sin dar abasto, sin parar de preguntarle cosas, sin soltar su mano ni un instante. Y así he estado hasta hace unas horas porque China es impresionante.

La primera semana la pasamos en Pekín, conociendo la milenaria ciudad y la vida de nuestra pekinesa. La redacción de EFE, su gente, el tráfico caótico, Tiananmen, la Ciudad Prohibida, la Colina de Carbón, el Estadio Olímpico, el Palacio de Verano, el Templo del Cielo, los Mercados de la Seda, la Perla y el Yashow y la Gran Muralla. También la gastronomía y la noche pekinesa, la delegación de periodistas españoles en la capital China, el clásico espectáculo de malabaristas orientales y los secretos de un relajante masaje tradicional chino.







De aquí para allá, sin parar, sin desaprovechar un instante, empapándonos de ellos y llamando su atención. Exprimiendo cada lugar, recogiendo cada imagen con nuestras cámaras. Así hasta caer rendidos y descansar hasta despertar al día siguiente y…ver que por la ventana entraba una luz cegadora AMARILLA! Una tormenta de arena nos acompañó en nuestra primera semana. Era increíble pensar que el viento traía consigo arena del desierto que cubría los coches, las repisas de las ventanas y hacía que a nuestro amigo sol ni se le pudiera ver, dando paso a un día amarillento, denso, como si mirásemos a través de un cristal tintado. Pero esto no nos detuvo.

Pekín es China en estado puro. Con millones de personas recorriendo sus calles de forma frenética, con inmensas avenidas plagadas de rascacielos imposibles, sin que ninguno se parezca al otro y escondiendo tras de sí celosamente a los Hutong, laberínticas callejas de la época imperial de entre uno y cuatro metros de anchura en los que la gente vive sin baño ni calefacción. Con inmensas pantallas que emiten publicidad a todas horas. Luces, escupitajos en el suelo, puestos callejeros de comida, mercadillos aquí y allá. Una preciosa mezcla de tradición milenaria y lucha contemporánea por subsistir en una ciudad de más de 17 millones de habitantes. Muy chino todo.

En una semana partimos hacia nuestro siguiente destino. Mi anfitriona llevaba perfectamente preparado nuestro itinerario en una carpeta, creo que con el deseo de que mi estancia allí me hiciera plantearme seriamente no abandonar aquello jamás. Llegamos a Kunming, la capital de Yunnan, al suroeste de China. La Ciudad de la Eterna Primavera nos esperaba con una temperatura que superaba de sobra los 15º y sin un sólo occidental a la vista. Fue un fuerte choque para los dos. Vernos rodeados de chinos por todas partes, tratando de comprar unos billetes de tren en una estación plagada de carteles, indicaciones y mensajes escritos en caracteres y sin una sola alma que hablara mínimamente inglés. Pero mi pequeña guía se armó de encanto, paciencia y desparpajo y con su chino y la ayuda de un diccionario obtuvo los mejores billetes del tren que nos llevaría hasta Dali, nuestra siguiente parada.


Kunming nos reservó un restaurante precioso, un momento de escape en forma de Parque del Lago Verde y un día mágico en el Bosque de Piedra de Shilin.


Creo que todo viaje tiene un punto de inflexión y Dali fue el nuestro. La Dali espiritual nos esperaba con su enorme Templo de las Tres Pagodas y la atractiva Iglesia Cristiana Católica fundada por misioneros franceses.




La Dali aventurera nos empujó a alquilar dos bicicletas con las que recorrer la orilla oeste del Lago Er´hai, atravesando la infinidad de pequeños pueblos rurales que allí existen y que representan la verdadera China de hoy en día, en la que su gente trabaja sin descanso, sin comodidades occidentales. Fue la oportunidad de llenar nuestro álbum de fotos preciosas.



El ansia por ver más y más pueblos nos impidió darnos cuenta de que el cielo había oscurecido porque amenazaba tormenta y al llegar a Xizhou, una de las paradas de nuestro planeado recorrido, tuvimos que interrumpir la marcha y buscar de forma desesperada una manera de llegar a casa. Tras confundir a un repartidor con un taxista y ofrecerle dinero para que nos llevara, nos indicó dónde podríamos encontrar la forma de regresar. Así pues, nos dirigimos a la carretera, bajo una tímida lluvia porque el agua ya no aguantaba más dentro de aquellos nubarrones, en busca de una estación de autobuses improvisada en la cuneta y una voz salvadora nos dijo “Dali?”. Y antes de que nos dijera el precio del billete estábamos subidos en un minibus con bicicletas y todo. Cuando nos bajamos, tuvimos que montar otra vez en las bicis y pedalear hasta el hostal, otra vez bajo agua, ya convertida en tormenta. Llegamos empapados y el chaparrón nos obligó a pasar un día de descanso forzado en la habitación. Los 38'5 º de fiebre tuvieron la culpa.


Sin tiempo para recuperarnos, llegó Lijiang, más al norte de Yunnan. Hasta allí llegamos en un Minibus Luxury (with air conditionair, jejeje) y con la firme promesa de no poner nuestras vidas nunca más en manos de un conductor chino ni de creernos las promesas “Luxury”. Lijiang es una ciudad preciosa con una parte antigua con encanto, pero demasiado dirigida al turista chino. El laberinto de calles iguales era tal que nunca pudimos saber el punto exacto en el que estábamos y como pulgarcitos éramos capaces de llegar al hostal partiendo siempre de la calle principal. Con mucha suerte encontramos un lugar donde olvidarnos de la comida china y poder disfrutar de algo más nuestro. Allí una mujer china nos preparó la mejor pizza que yo he probado y una de las mejores en el caso de nuestra pekinesa. Curiosamente, esta mujer estaba casada con un australiano pro China con el que estuvimos hablando de realidades del país y que definitivamente nos convenció de que nuestra siguiente etapa debía ser la Garganta del Salto del Tigre, un famoso recorrido de montaña en China que discurre de forma paralela al río Jinsha, de dos días, por lo que olvidamos así la visita relámpago a Shangrila, un pueblo al norte de Yunnan casi tibetano.


Y así hicimos, tras recorrer Lijiang, nos montamos en una furgoneta rumbo a la Garganta del Salto del Tigre. Pasamos dos días en compañía de un guía de la zona, Shui, recorriendo la garganta de este río, inmersos en naturaleza pura. Respirando aire no contaminado, salvando pequeñas dificultades y contemplando las impresionantes montañas que nos rodeaban. Allí conocimos a Matt y Hugo, un canadiense y un portugués, respectivamente. Matt reside en Qinghai, una provincia del centro de China, y Hugo en Macao, otra al sur, y viven aventuras semejantes a las de nuestra pequeña. Con ellos recorrimos el segundo día de recorrido, hasta cruzar en bote otro río diferente a Jinshan y volver a Lijiang.


Ocho días en Yunnan, respirando aire nuevo, sin polvo, acompañados de una temperatura primaveral, disfrutando de la naturaleza de la que se conoce como la Asturias de China.

Pero aunque esto nos encantó, personalmente creo que los dos somos más de grandes ciudades. Y qué mejor forma de acabar nuestro viaje que haciendo una última parada en Shanghái, la París Oriental, la ciudad que este mismo año, en menos de un mes, albergará la Expo Universal y que por tanto está siendo maquillada de pies a cabeza. Un precioso escape occidental sin personalidad china. Y es que estar en Shanghái es como estar en una pequeña Londres o París. Para mí, aunque suene raro, fue como un respiro que necesitaba tras pasar tantos días alejado del ruido del tráfico, tantos días rodeado de chinos tradicionales que no entienden inglés, ni tienen por qué hacerlo, pero el no saber nada de chino me hacían sentir en ocasiones pequeño. Llegar a un gran aeropuerto (Hong Qiao), los altos edificios, el metro, la actividad, la gente. Nada más llegar es inevitable no parar de compararla con Pekín. Siendo de Madrid es fácil entender Shanghái como Barcelona y la capital china como la española. Shanghái es el motor económico de China, venida a más desde que le otorgaran la Expo. Moderna, joven, vendida como más internacional que Beijing y cuyos ciudadanos, que tienen fama de tacaños, tienen un dialecto. Claro está que ante tal comparación yo caí en la magia de Shanghái y ella, como buena beijinger, no paraba de defender a Pekín. Con el paso de los días no me quedó otra que darle la razón. China es Pekín. Shanghái es preciosa, con el Pudong, el Bund, La Torre Perla de Oriente, la Jinmao y el Shanghái World Financial Center (edificio más alto del mundo hasta 2008).


Con el barrio de la Concesión Francesa y su infinidad de calles comerciales. Pero es una ciudad confeccionada para parecerse a occidente y que se olvida de todo aquello que se busca cuando uno va a China. Se olvida de los templos, de la herencia histórica o de los puestos de comida en plena calle. No tiene ningún monumento chino reseñable. Pero insisto, es preciosa, está llena de vitalidad e invita a vivir en ella.

El vuelo CZ7615 me hizo, nos hizo, despertar de un sueño que repetiremos en cuanto sea posible. Un sueño para el que no he tenido que dormirme y que ha sido gracias a nuestra pekinesa, a nuestra pequeña, a nuestra beijinger, a ella.

Muchísimas gracias, Eva. Te quiero.