Ser invisible o forzudo, poder volar o teletransportarse. Estos son cuatro superpoderes entre los que alguna vez me han dicho cuál me gustaría tener. Sin duda, elijo el del teletransporte, pero desde hace unos meses sueño con otro que no está en esta lista.
Sueño con el don de poder hablar en cualquier idioma siempre que lo necesite sin tener que estudiar durante años hasta conseguirlo. Sueño con una especie de botón situado en nuestra cabecita e interconectado con el pensante que nos daría la posibilidad de hablar en el idioma que nosotros deseásemos cada vez que lo apretásemos. Sueño con ésto desde hace poco tiempo y lo deseo con fuerza desde que llegué a Beijing.
Tan sólo un clic y podría hablar en chino como si fuese una nativa de ojos rasgados.
Y mi sueño se esfuma cuando todos los días meto en el bolso un diccionario de español-chino/chino-español, una guía de conversaciones español-chino y una hoja con la dirección de mi casa y de mi trabajo escrita en mandarín.
Como este superpoder aún no ha llamado a mi puerta (confío en que lo haga pronto porque nunca dejo de soñar), tendré que ponerme coderas y lidiar con el idioma que hablan 1.300 millones de personas. Para ello, ya me he apuntado a clases, por lo que espero que en poco tiempo pueda superar las anécdotas en lo que al idioma se refiere tales como las que me han sucedido en los diez días que llevo aquí.
Porque hablar un poquito de chino me salvará de rogar a los chinos con la mirada que me indiquen cómo llegar a casa, de utilizar la mímica con el vecino para que me ayude a abrir la puerta de casa porque la cerradura estaba oxidada y en el supermercado con la dependienta para que me de una bayeta o agua sin gas, de no tener que ponerle al empleado de una tienda de móviles el teléfono en la oreja y que así sepa que quiero hacer una recarga o de no pedir un menú para cuatro cuando me lo voy a comer yo sola o un plato que, por su aspecto en la fotografía de la carta, parecía carne y cuando lo probé creí estar comiendo...no sé, mejor no entraré en detalles... finalmente lo tuve que tirar porque su textura y su sonido al masticarlo eran más que desagradables y, además, picaba.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez días así. El universal inglés hace de salvavidas entre los chinos y yo cuando ellos hablan este idioma, que son más de los que creía antes de llegar aquí. Es entonces cuando la conexión entre los anfitriones y la invitada funciona.
También marcha cuando el español ejerce de intermediario. Tan sólo ha pasado una vez desde que salí del aeropuerto de Pekín. Fue hoy, efímero, pero genial. La palabra “CHURROS” aparecía ante mis ojos en una preciosa calle tradicional, Nanluogu Xiang, repleta de comercios chinos. No lo podía creer. “Churros” y a continuación el letrero en caracteres chinos. Más abajo un grupo de personas esperaba para comprar un cucurucho de churros rociados con nata y chocolate mientras los chinos que pasaban al lado decían continuamente “Xibanya” ('España' en mandarín). Y sonrío. Entonces volví a pensar en mi utópico botón polígloto, que, de haberlo tenido, lo hubiese apretado y en chino les habría explicado a todos los de allí lo típico que es este dulce en el país de donde vengo.