sábado, 23 de enero de 2010

El botón polígloto

Ser invisible o forzudo, poder volar o teletransportarse. Estos son cuatro superpoderes entre los que alguna vez me han dicho cuál me gustaría tener. Sin duda, elijo el del teletransporte, pero desde hace unos meses sueño con otro que no está en esta lista.

Sueño con el don de poder hablar en cualquier idioma siempre que lo necesite sin tener que estudiar durante años hasta conseguirlo. Sueño con una especie de botón situado en nuestra cabecita e interconectado con el pensante que nos daría la posibilidad de hablar en el idioma que nosotros deseásemos cada vez que lo apretásemos. Sueño con ésto desde hace poco tiempo y lo deseo con fuerza desde que llegué a Beijing.

Tan sólo un clic y podría hablar en chino como si fuese una nativa de ojos rasgados.

Y mi sueño se esfuma cuando todos los días meto en el bolso un diccionario de español-chino/chino-español, una guía de conversaciones español-chino y una hoja con la dirección de mi casa y de mi trabajo escrita en mandarín.

Como este superpoder aún no ha llamado a mi puerta (confío en que lo haga pronto porque nunca dejo de soñar), tendré que ponerme coderas y lidiar con el idioma que hablan 1.300 millones de personas. Para ello, ya me he apuntado a clases, por lo que espero que en poco tiempo pueda superar las anécdotas en lo que al idioma se refiere tales como las que me han sucedido en los diez días que llevo aquí.

Porque hablar un poquito de chino me salvará de rogar a los chinos con la mirada que me indiquen cómo llegar a casa, de utilizar la mímica con el vecino para que me ayude a abrir la puerta de casa porque la cerradura estaba oxidada y en el supermercado con la dependienta para que me de una bayeta o agua sin gas, de no tener que ponerle al empleado de una tienda de móviles el teléfono en la oreja y que así sepa que quiero hacer una recarga o de no pedir un menú para cuatro cuando me lo voy a comer yo sola o un plato que, por su aspecto en la fotografía de la carta, parecía carne y cuando lo probé creí estar comiendo...no sé, mejor no entraré en detalles... finalmente lo tuve que tirar porque su textura y su sonido al masticarlo eran más que desagradables y, además, picaba.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez días así. El universal inglés hace de salvavidas entre los chinos y yo cuando ellos hablan este idioma, que son más de los que creía antes de llegar aquí. Es entonces cuando la conexión entre los anfitriones y la invitada funciona.

También marcha cuando el español ejerce de intermediario. Tan sólo ha pasado una vez desde que salí del aeropuerto de Pekín. Fue hoy, efímero, pero genial. La palabra “CHURROS” aparecía ante mis ojos en una preciosa calle tradicional, Nanluogu Xiang, repleta de comercios chinos. No lo podía creer. “Churros” y a continuación el letrero en caracteres chinos. Más abajo un grupo de personas esperaba para comprar un cucurucho de churros rociados con nata y chocolate mientras los chinos que pasaban al lado decían continuamente “Xibanya” ('España' en mandarín). Y sonrío. Entonces volví a pensar en mi utópico botón polígloto, que, de haberlo tenido, lo hubiese apretado y en chino les habría explicado a todos los de allí lo típico que es este dulce en el país de donde vengo.








domingo, 17 de enero de 2010

Allá donde fueres, haz lo que vieres (I)

El refrán dice así: “allá donde fueres, haz lo que vieres”. Y yo me pregunto: “¿siempre?”.

Si la respuesta es que sí, entonces debería empezar a practicar el popular arte del esputo. Digo arte porque aquí, en Beijing, y por extensión en toda China, se podría catalogar así por su tradición y el trabajo que conlleva. El salivazo pekinés, que es el que yo he conocido este fin de semana, es más complejo que el español. Mucho más. En España se escupe cuando, me imagino porque yo no lo practico, la flema merodea por la garganta, pero aquí no. Durante uno o dos segundos, el lugareño trabaja desde las entrañas nasales para hacer una bola en la campanilla y después lanzar el escupitajo como si de un misil se tratase. El concierto que dirige te permite saber en qué posición se encuentra la mucosidad. Parece más una costumbre que una necesidad. O ese espero, porque si no, es que andan todos muy constipados. Según tengo entendido, por una cuestión espiritual los chinos escupen porque no pueden dejar dentro de su cuerpo ningún tipo de toxina que en su mano esté el expulsarla. Y así, lo hacen con bastante frecuencia y sin ningún tipo de reparo. Curioso. “¿Que si me da asco?” No, me parece gracioso. Además, los mayores expertos en esta técnica se encuentran cerca de la zona antigua de Pekín, mientras que en la moderna, que es donde yo me voy a mover normalmente, no lo hacen con tanta frecuencia. Así que espero que pueda contestar que “no” a la pregunta.

Si tuviese que responder a esa misma cuestión para el caso de los baños públicos, creo que no me quedaría más remedio que decir que “sí”. Situación: Kentucky Fried Chicken (KFC) junto a la Plaza de Tiananmen el pasado sábado a la hora de comer. Por cierto, dato: era la primera vez que entraba en un KFC (la necesidad de comer algo que sabes lo que es y que sea barato te obliga a entrar en lugares que nunca antes te llamaron la atención). Como. Termino. Me pongo el abrigo, la bufanda, me cargo con la mochila y con la cámara, me deshago de la bandeja de la comida y voy al baño. Sorpresa. Los lavabos son comunes para hombres y mujeres. Bueno, diferente, pero no está mal. Los retretes: a la derecha los de los hombres, a la izquierda los de las mujeres. Entro. Fila de servicios con puerta. Todos cerrados menos uno, el último al fondo. Otro tiene la puerta entreabierta y dentro intuyo a una mujer agachada que casi está besando el suelo. “Estará recogiendo algo que se le haya caído”, pienso. Me dirijo al último baño y cuando veo lo que hay dentro decido que puedo esperar a llegar a casa y saciar allí mis necesidades. Dentro del servicio una placa de  cerámica con un agujero en el centro espera al próximo usuario. Viendo que tenía que ponerme como la mujer que yo había imaginado que estaba recogiendo algo del suelo, que iba cargada como una mula y que la letrina no estaba nada limpia, opté por aguantarme, ya que eso sí que me dio asco, tenía miedo a caerme y podía esperar a llegar a casa. Esta vez sí pude resistir, pero no sé si en la próxima ocasión lograré hacerlo, así que tendré que ceder. Eso sí, he de decir que en el resto de locales en los que he estado hasta ahora tenían el tipo de taza a la que todos estamos acostumbrados, que no quiero coger fama de categórica por contar la realidad a medias. Yo pongo ejemplo de todo.

Para la siguiente anécdota no puedo usar el condicional porque ya digo que con mi actitud he contestado que “sí” a la pregunta. El concepto de guardar fila y respetar el turno en ésta no existe en China. Este fenómeno también lo experimenté en el KFC (es que este lugar, sin nunca haberlo imaginado, fue un fiel reflejo de las arcaicas costumbres chinescas). Yo, acostumbrada a guardar la posición que te toca en la cola según llegas a un sitio, entré en el local y me puse a la fila, aunque no era una línea recta en realidad, sino un grupo de personas, pequeño, agolpado enfrente de los mostradores. Como un palo, me puse detrás de este baturrillo. Mientras me decidía por alguno de los menús fijándome tan sólo en las imágenes (porque todo estaba escrito en caracteres chinos) noté que dos personas, chinas, que habían llegado después que yo y que se habían puesto detrás de mí, poco a poco avanzaban hasta que se pusieron a mi altura. Les miré mosqueada y como esta canción ya me sonaba, di un pasito al frente. Marqué territorio y les quedó claro. A continuación llegó otro chino que se colocó detrás de mí. En cuestión de segundos, avanzó y se me acercó tanto que su pecho rozaba con mi mochila, me di la vuelta, le miré de forma descarada y di otro paso al frente. Me impuse otra vez. Y cuando llegó mi turno, me lancé como una bala al mostrador porque sabía que si no lo hacía, otro chino avispado se adelantaría. Aquí las colas van así y yo ya he cogido la práctica, o eso creo. En China es normal no guardar fila. Uno llega a un lugar y “tonto el último”. Por lo que he leído, nadie se molesta, incluso cuando hay empujones, que los hay (yo aún no los he visto), tampoco se enfadan.

Los chinos y su cultura, ¡qué peculiares!

Aún me quedan por contaros muchas posibles respuestas a la pregunta, pero lo haré en el capítulo II  y quizá, si lo hay, también en el III o incluso en el IV, quién sabe para cuántos episodios me dará esta experiencia. Espero que para muchos y que la respuesta sea “sí” porque eso significará que me estoy integrando.

sábado, 16 de enero de 2010

Grietas

Grietas en las manos tras soportar temperaturas bajo cero, como hoy, que la mínima fue -10ºC.

Más.

Grietas en la nariz al oler las comidas que se hacen en los puestos callejeros. Casi a cada paso hay uno. El olor anterior se mezcla con el posterior y me gustaría tener más sentidos del olfato para que me diese tiempo a distinguir de qué están hechos esos tradicionales alimentos que aún no me he atrevido a probar.

Grietas en los ojos al querer ver los rascacielos, que se pierden en el lo alto y en el horizonte, que de día duermen y que de noche despiertan para rugir con sus luces eléctricas, al querer ver todas las tiendas, infinitas, seguidas unas tras otras, al querer ver a los locales, pobres, tradicionales, modernos o extravagantes, al querer ver todo a la vez y desear que mis ojos se fragmentasen y que cada pedazo grabase un recuerdo en la retina para que no se me escapase nada.

Grietas en los oídos cada vez que escucho un claxon. Se me descomponen cuando los oigo, que es siempre que cruzo la calle. La calzada es una selva de la que aún me estoy aprendiendo sus reglas que, a mi pesar, no están escritas. Me han explicado que se pita para “avisar” de que se está ahí y no para reprocharte que has hecho algo mal. Es un diálogo entre el conductor, el peatón y los semáforos, aunque los terceros están cuestionados, ya que los primeros los ignoran casi siempre y de lógica incomprensible respetan en algunas ocasiones y los segundos parecen obedecerlos hasta que se cansan de esperar.

Grietas en la boca cuando no he sabido preguntar algo en chino y he utilizado la mímica y palabras sueltas a golpe de diccionario para preguntar por las indicaciones que me llevarían hasta casa después de perderme o para hacer la compra. Es entonces cuando me acuerdo de mi profesora de mandarín, Fan, ya que ella siempre me preguntaba en cada clase semanal si había estudiado y yo le decía que “no mucho”, de haberlo hecho, quizá, al menos, habría chapurreado.

Grietas en los pulmones cuando a lo lejos diviso la nube de contaminación que corona la ciudad y que a veces se posa en los edificios, aunque he de estar feliz, y lo estoy, porque desde que llegué el sol ilumina las calles y hoy se vio el cielo azul. El viento y el frío del invierno mueven y arrastran a esa masa de polución, mientras que en verano, me han asegurado, la bóveda es gris.

Grietas en el que late por la amabilidad de los chinos, que se han puesto a hablar conmigo, ya sea en su idioma, en español o en inglés, se acercaron a mí para indicarme cómo llegar a casa sin que yo les dijese nada y me ayudaron en el supermercado a encontrar lo que buscaba, por cruzarme con expatriados que desde lejos escucho que son españoles, grietas al leeros, escucharos y veros, sí, a vosotros, que sois responsables de que me sienta protegida en esta urbe inmensa, con la que me va a costar intimar por su extensión, pero no por la manera en que me ha recibido su gente y mis compañeros de trabajo.

En definitiva, grietas, pero no ásperas (bueno, excepto las de las manos), sino, algo paradójico, suaves, que me han abierto los sentidos durante estos dos días en Beijing para que por ellos se cuelen las primeras impresiones que después filtraré con el de antes y con la pensante.

lunes, 11 de enero de 2010

Del LH 4421 al LH 4419

El despertador sonó a las 06:15. Abrí los ojos, pero no era la primera vez que lo hacía desde que me acosté. Sí, estaba nerviosa, mucho. Cuando me tumbé en la cama por la noche mi cabeza no paraba de dar vueltas. "Vale, no se me olvida nada...la escala en Munich es de cuatro horas, bien, bien, así no tendré problemas con la conexión...qué lejos me voy...es mucho tiempo...el pasaporte lo llevo...", repasaba en silencio con los ojos cerrados sin conseguir conciliar el sueño.

Estos pensamientos cruzaron mi cabeza cada vez que abrí los ojos a lo largo de la noche, tres o cuatro veces, no recuerdo bien...y al fin se escuchó aquella melodía de aviso y mi miedo a quedarnos dormidos desapareció.

Madrid amaneció nevada, como nunca antes desde que tengo uso de razón. Los noticiarios recomendaban que no se utilizase el vehículo privado para evitar atascos y accidentes, pero después de comprobar que la carretera que nos llevaría hasta Barajas estaba en buenas condiciones, desechamos la opción de sumergirnos en el subterráneo y nos lanzamos a la calzada.

Perfecto. Llegamos al aeropuerto sin problemas. Ni un sólo segundo parados y tampoco ningún derrape. Ya me sentía más tranquila, gracias también a los sms y llamadas de última hora de mi gente, que me hacían sentir lo cerquita que voy a estar de ellos a pesar de los 10.000 kilómetros de distancia que nos separarán durante 347 días.

Tras facturar y escuchar el mensaje tranquilizador de la empleada de Lufthansa, que nos dijo que hasta el momento (08.30) no se había producido ningún problema con los vuelos de la compañía por las inclemencias del tiempo, llegó la despedida.

Una mezcla de sentimientos enfrentados definen este momento. Alegría, tristeza, sonrisas, lágrimas...mientras pasaba el control podía ver a mis dos fieles acompañantes, la mujer a la que adoro y adoraré por siempre, mi mami, Carmen, y el hombre con el que lo comparto todo, Rober. Se quedaron allí, al otro lado, hasta que no alcanzamos a vernos.

Sola. Estaba sola. Sola, sola, sola...Ya. Ahora tocaba encontrar la puerta de embarque. Cuando conseguí centrarme en mi nuevo objetivo, comenzó a sonar mi móvil. Era Rober.

Una hora después me tomaba un tentempié con mis dos lazarillos. Mi vuelo, el LH 4421, había sido cancelado porque, según nos informaron en el aeropuerto, "algunas pistas estaban heladas". La solución, volar al día siguiente en el LH 4419 a las 10.45, con escala en Frankfurt y llegada a Beijing a las 9.30 del miércoles 13.

Cargados los tres con mis bultos, regresamos a casa. Mi madre dice que el día de hoy ha sido un "ensayo general" y creo que en el fondo está contenta porque va a tener a su niña un día más con ella, ya que no hace más que repetir con los ojos brillantes: "bueno, pues un día menos en Pekín".

Yo, cansada, pero más relajada, tan sólo pienso en que mañana sea la definitiva porque con un "ensayo general" es más que suficiente, pero no lo digo enfadada porque no lo estoy. No me merece la pena estarlo. Tan sólo es un día de 347. Lo de hoy me lo tomaré como la primera aventura de esta experiencia que, por cierto, rompe todas mis predicciones, ya que siempre pensé que hablar en mandarín con un taxista chino o ir a la compra sin saber qué compraría en realidad serían mis primeras pruebas de fuego. Ahora me doy cuenta de que no y que ha sido la paciencia la primera que se me ha cuestionado. Pues orgullosa digo que no han podido conmigo y que mañana me despertaré con más energías aún para afrontar el que, como todos me aseguran, va a ser uno de los "mejores" años de mi vida.

Mi madre y yo terminamos la mañana comiendo un guiso en casa mientras nos reíamos al ver a Rober en el telediario de Antena3 explicando en un canutazo la cancelación de mi vuelo. Los medios de comunicación acudieron rápidamente a Barajas tras conocer la situación en el aeropuerto, donde, hasta el mediodía, se habían cancelado 160 vuelos, y los periodistas, necesitados de totales, dieron con Rober mientras él y mi madre esperaban a que yo saliese de la zona de embarque.

El tiempo de anoche y de hoy en España ha acaparado la actualidad informativa, como en muchas otras ocasiones, pero esta vez el frente ha sido mucho peor, sobre todo en el centro peninsular. Por ejemplo, en Madrid se suspendieron las clases, tanto en escuelas como en universidades, aunque los centros permanecieron abiertos, y muchos niños prolongaron un día más las vacaciones navideñas y salieron a las calles a plantar muñecos de nieve.

Mientras el manto de nieve que cubre Madrid se derrite, yo aprovecharé la tarde para descansar y disfrutar de los míos...a partir de mañana escribiré más y desde Beijing.