miércoles, 24 de noviembre de 2010

29, 28, 27...0



El recuerdo de los últimos abrazos se mantiene tan vivo que todavía puedo sentirlos como si nos los hubiésemos dado hace apenas unas horas. Los abrazos de la despedida. Con casi todos hace ya más de 318 días. El tiempo vuela y el de descuento comenzó a correr ayer. En 29 nos daremos los del reencuentro. Un suspiro. Me muero de ganas. Lo malo es que antes de que el calendario marque el 23 de diciembre llegarán más abrazos de despedida y muchos "adiós", la mayoría sin una fecha fija para el reencuentro. Eso se hará cuesta arriba. Ay, Beijing...

lunes, 8 de noviembre de 2010

Aguante. Otro mundo. De vuelta

Ocho horas después estaba segura de que saldría de aquel tren oliendo a tallarines chinos instantáneos. Más cuando mi compañero de asiento tomó unos con carne para cenar. Ya me dolía el culo. Me empezó a molestar tras la primera hora de trayecto. El asiento no era duro tal y como me dijeron, pero tampoco era mullido. Apostaba a que mi olor a tallarines tras 20 horas allí dentro estaría mezclado al de humanidad. Un compuesto explosivo. Tenía calor a pesar de llevar una fina camiseta de manga larga sobre una de tirantes cuando afuera era invierno. Estábamos hacinados. A cada poco me decía que si teníamos un accidente no lo contaríamos ninguno porque por leve que fuese, el pánico, el miedo, la asfixia y el no poder movernos acabaría con nosotros. Capacidad para 118 pasajeros (creo que sentados) ponía en un cartel. De pie, atestando el pasillo, había casi otros cincuenta. Algunos conseguían sentarse en el suelo, pero otros aguantaron hora tras hora de pie. Cuando llegaba el carrito de la bebida, de fruta, de carne seca o de cualquier otro tipo de comida, el que lo dirigía y los que estaban en el pasillo tenían que hacer malabares para que el vendedor pudiese avanzar. Maletas superpuestas en la balda para el equipaje. Algunas sobresalían, por lo que a un mínimo movimiento brusco, se caerían. Las mesitas junto a los asientos estaban repletas de comida y bebida. La porquería se iba acumulando en el suelo. Ir al baño desde mi puesto suponía restregarme con al menos diez cuerpos y cuando llegaba, me tocaba inspirar el humo procedente de los cigarros de los que taponaban la conexión entre vagón y vagón. Una mujer y un hombre pasaron las 20 horas de trayecto sentados en el suelo enfrente del baño, esquinados y apoyados en la pared. Ni 50 centímetros les separaban de la puerta que daba acceso al retrete, estilo letrina sobre una superficie de unos dos metros cuadrados y más sucio y pestilente a cada instante.


Esos son mis pies y mi asiento.





Y los pasajeros, de todos los rasgos y colores, pero todos chinos. Sólo dos extranjeros compartíamos vagón con estos más de 150 chinos. Rasgados, un poco más abiertos, redondos o casi cerrados, todos ojos, todos chinos. Finos, gruesos, redondos o perfilados, todos labios, todos chinos. Blancas, tostadas y morenas, todas pieles, todas chinas. El único factor físico en común: el color de su pelo, negro. El psíquico: la capacidad de aguante. Bien es cierto que no entiendo chino, pero una imagen vale más que mil palabras y gracias a eso entendí que en sus rostros no había rastro de queja o frustración, sino de aguante, como el que demuestran en otros muchos más aspectos de su vida. Ni la calidad de los asientos, aceptable para un corto recorrido, pero pobre para 20 horas de trayecto, ni los espacios mínimos, ni ir de pie, ni ir sentados en el suelo o ni ir hacinados les hizo quejarse. Nadie protestó. “Es lo que hay”, me imagino que tienen asumido con la siempre utilizada excusa de que son muchos (más de 1.300 millones) y por el poco dinero con el que cuentan en su bolsillo. Sin embargo, yo pensaba que aquello era inhumano. ¿Acaso no pueden poner más trenes a diario que cumplan ese servicio -sólo hay uno al día y sólo los días impares- o vender menos billetes?, me preguntaba. Lo peor es que mi vagón no era el único que iba así, sino todos los que componían aquel tren y muchos de los trenes que van de un lugar a otro en China cada día. Sin ir más lejos, una amiga montó hoy en un tren en el que le tocó ir de pie durante dos horas por 22 RMB, lo que vienen a ser unos 2,5 €. Mi billete para las 20 horas de Beijing-Guangzhou (capital de la provincia sureña china de Guangdong) me costó unos 30 euros. El tren es uno de los medios de transporte más utilizados por los chinos para recorrer largas distancias porque dejan de largo miles y miles de kilómetros (China tiene una extensión similar al del continente europeo) por precios muy económicos. Tan sólo hay que atender a las cifras anteriores. Y es que muchos de los habitantes de la que se ha convertido en la segunda potencia económica mundial no ganan ni 200 euros al mes y no se pueden permitir privilegios, ni tan siquiera para cruzar China de norte a sur. Si nos volvemos a fijar en todos los datos, nos podemos dar cuenta de que algo falla, o por lo menos que me falla a mí, pero de eso hablaremos otro día porque ahora estamos en un tren.

Última parada. Al fin. Podría hablar de mis compañeros de tren o de las mil y una posturas que pusimos cada uno para conseguir conciliar el sueño, pero tenemos que llegar a Hong Kong, mi destino. El tren se paró definitivamente en Guangzhou y allí tuve que tomar un autobús que me llevó hasta la ciudad de Shenzhen, también en Guangdong y frontera con Hong Kong. Una frontera que marca dos mundos y un debate.

Hong Kong es una Región Administrativa Especial de China desde 1997. Hasta ese momento, los británicos tenían el poder sobre Hong Kong desde mediados del siglo XIX. Ser una Región Administrativa Especial significa gozar de una economía de libre mercado y de su propio sistema social y jurídico durante 50 años, aunque no cuenta con autonomía en sus relaciones exteriores ni en defensa militar. Cuando se cumpla este plazo, Hong Kong formará parte de China en su totalidad. Hasta ese momento, Hong Kong, al igual que Macao (antigua colonia portuguesa a 20 minutos en ferry de Hong Kong), seguirá siendo un destino internacional desde China.

Hong Kong, otro mundo que tiene rincones con olor a Manhattan asiático y otros a China, que es una mezcla entre una ciudad bulliciosa-divertida-bonita-multicultural-con pinceladas británicas, montaña y mar y con la libertad paseándose por las calles. ¿Y qué pasará con todo esto cuando Hong Kong pase a formar parte de China?¿Cómo es posible que dos sistemas opuestos, en todos sus aspectos, desde la política a lo económico pasando por lo social, convivan bajo un mismo techo? Ese es el debate... No digo más. Os dejo con un poquito de Hong Kong.






Playa Tai Long Wang.

El barrio más pobre de Hong Kong, Sham Shi Po.



Hong Kong en su atardecer.

Hong Kong nocturno.


Ya estoy de vuelta...